martes, 15 de febrero de 2011

Ensayos de cine/El Cisne Negro






EL CISNE NEGRO

armando vega-gil


El cisne blanco es diáfano. Su belleza es una lágrima aterida, azul, el gesto atormentado de una joven que viaja en el metro de Nueva York a media noche, en un abandono tristísimo, soledad en estado sólido acerado, atrapada entre sus miedos y pesadillas..., aunque lo suyo no es un sueño sino una tarea tangible, cotidiana, rigurosa: debe volar, sobrevivir. El cisne blanco lucha contra el mundo, pero sobre todo contra sí mismo, por yacer en el espejo clamo de un lago conjetural. Pero no basta ser un cisne blanco, no bastan los latigazos de su perfección de treinta y dos giros fuetté en el escenario del Lincoln Center.


No basta, jamás basta ser lo que somos. Hay que desatar las fuerzas primigenias que nos habitan en un revoltijo de locura y desaforo, de irracionalidad y pasión, de sexo y muerte, para llegar a la plenitud, aunque la plenitud sea un estado pasajero, instantáneo. Habrá que fallecer en el orgasmo para renacer de entre las cenizas de un lecho en llamas. Transitar por el terror de ser perseguido por uno mismo, el yo vuelto un él que negamos en el miedo fantástico de perder la cordura y el control de nuestros actos.


El cisne blanco debe trascenderse, Odette debe trasmutarse en su espejo de oscuridad húmeda y vital: Odile, el cisne negro.


El cisne blanco debe mostrar que el patito feo de la historia en realidad es él: el envidiado, el denostado, el perseguido. Los patitos feos no son capaces de vibrar en una sensualidad cínica y gozosa, no; la belleza verdadera está en las entrañas ebullescentes, en la exploración de los adentros, en la sorpresa angustiante de saber que podemos ser alguien distinto, y gozarnos hasta el delirio en esa otredad, como cuando nos llenamos de miedo y culpas por las monstruosidades cometidas en los viajes del alcohol o la enfermedad, sorprendidos de la lascivia hambrienta de la que nunca nos imaginamos capaces. El cisne blanco es un plumaje de hielo, su rostro es él de una belleza asustada, temblorosa. El cisne negro, en sentido contrario, es un océano de plumas nocturnas, una máscara de labios rojos, sangrantes, aullidos, contorsión en desgobierno.


Pero Odile, el ave negra y salvaje, jamás deja de ser Odette, nunca abandona el cuerpo gélido de su hermana gemela, es el doctor Jekyll acotado por míster Hide; no así, en los espejos multiplicados al infinito, en las sombras, en el jugo amniótico de una tina anegada, el cisne blanco se va abandonando, despedazado de sí, y desde fuera de su cuerpo se mira vuelta otro: en su desdoblamiento, Odette es un ave diferente a sí misma y se multiplica.


El cisne negro es una embriaguez provocada por una brebaje venenoso, la pócima de la vida misma. La victoria de lo mórbido sobre trémulo.


En su perturbadora película, El cisne negro, Darren Aronofsky vuelve metáfora el argumento de El lago de los cisnes, la historia de Odette y Odile en un desdoblamiento de sensualidad animal, lo blanco y lo negro, lo frío y lo más frío, y hace un ensayo sobre la locura vista y asumida como el vómito explosivo de los diferentes yos que nos habitan o son capaces de habitarnos y que, en la racionalidad cotidiana, encerramos a lodo y piedra para no perder el iluso dominio de nuestras frágiles vidas. Pero la vida debe ser un descontrol permanente, un abismarse en los infiernos y paraíso que somos capaces de crear, porque en este mundo asfixiante, más nos vale reconocernos en los otros que somos, y así morir felices en un ritual de sangre negra sobre plumaje níveo; hacer que la hermosa faz del cisne blanco se deforme en un gesto animal y puro en la violencia abismada de El cisne negro.


El cisne negro (EU, 2010). Dir. Darren Aronofsky. Con Natalie Portman, Mila Kunis y Vincent Cassel.

miércoles, 2 de febrero de 2011

Ensayos sobre nuevo cine mexicano. La Mitad del mundo.




LA MITAD DEL MUNDO

armando vega-gil


La mitad del mundo no está en el Ecuador, ni está en la latitud cero en el vientre inflamando del mundo. La mitad del mundo está en una larga interminable, recta ardiente carretera que divide el paisaje del desierto en dos páramos idénticos en su forma, pero ajenos e incomunicados en cuanto a que uno es el lugar de los hombres pecadores y el otro el de los hombres virtuosos. Mingo está parado en esta franja fronteriza y, asustado salta al lado de los buenos; pero, ¿cómo saber cuál es el lugar de los justos y cuál el de los pecadores si no hay hombres ni mujeres a la vista, sólo la tierra reseca partida por los bofetones del sol de Zacatecas? Más aún, ¿qué es la virtud, qué el pecado?


Mingo no tiene las respuestas, no pude, aunque en el fondo de sí las tiene, porque Mingo es el tonto del pueblo y se ha llevado consigo la mitad del mundo: él está partido en dos, y los hombres y las mujeres que lo rodean son los que saltan de un lado a otro, y todos son buenos y todos son malos, aunque unos son más malos, más mentirosos, más hipócritas, aunque nadie es más bueno, más sincero, más honesto. ¿Cómo distinguir los bondadosos de los perversos si todos hacen y deshacen por igual en ambos lados del mundo? ¿Cómo si a Mingo se le enhiesta y endurece el falo milagroso de tan grande y tenaz cuando va a acostarse a la cama de mamá, su madre sola y vieja que tiene en el hombro una rosa tatuada que no huele a flor sino a carne vieja, a carne sudorosa, y que él hace vibrar a fuerza de vaho descontrolado hasta que ella, su madre abandonada, despierta de su asombro y, con la entrepierna empapada, agarra a chanclazos a este muchacho descarriado que no sabe lo que es el pecado ni la virtud, y para apaciguar las fiebres adolescentes de Mingo le pide prestada al cura a la tonta del pueblo para que Mingo tenga donde depositar sus fuegos y su semen de joven inocente?


Y comienza aquí el viaje de Mingo por su propia franja en La mitad del mundo, y es que en este pueblo los hombres se van largando a trabajar a un otro lado del mundo hasta dejarlo vuelto un desierto atravesado por la línea que es la frontera de Mingo, y las mujeres también brincan de un lado a otro, porque la mitad del mundo es ese pedazote de concupiscencia que se le eleva como un disparo de piedra del bajo vientre cuando las solteras y las viudas y las dejadas se lo juegan en un juego de albures y cartas. Mingo es el silencioso, el que no condena ni vigila, es, simplemente es, sin moral ni conciencia, que es como todos quisiéramos andar por la vida. Pero, los hombres y la mujeres vuelven a Mingo depositarios de sus virtudes, deseos y pecados, porque en el cuerpo de Mingo no existe ni el pecado ni la virtud. El pecado es un engaño, una añagaza, y la virtud es una simulación, una disculpa, una mentira.


Pero los hombres y las mujeres, la madre de Mingo, el cura y el cacique del pueblo no pueden convivir junto a este espejo amoral y puro, transparente en que se me miran desnudos, gozoso y verdes de envidia. Los pocos hombres miedosos y aburridos que quedan en este pueblo han de romper a pedradas y fuego injustos el pecado virtuoso de Mingo, y vuelven al miedo, el temor a Dios y el remordimiento una realidad de dura contundencia.


Mingo, como los viejos santos y beatas de otros mundos y otros tiempos, se vuelve un icono milagroso, un recuerdo canonizado en el corazón de este desierto que es el mundo en el que el pecado y la virtud son los dos lados de una misma moneda. La respuesta no está en saltar a uno u otro lado del mundo, la respuesta es ser en sí mismos La mitad del mundo.


La mitad del mundo (México, 2010). Dir. Jaime Ruiz Ibáñez. Con Hanzel Ramírez y Luisa Huertas.

martes, 1 de febrero de 2011

Un cuentito. Dormir en el concierto.



DORMIR EN EL CONCIERTO

armando vega-gil


Antonio detestaba ir a los conciertos de domingo en la sala Neza, allá en el esplendor del campus de CU. Él hubiera preferido mil veces más vagar por El Espacio Escultórico con sus nietos y tostar su rostro y brazos bajo el sol canicular; pero su mujer había comprado los abonos de la temporada y nada había que hacer. Ella se ponía de gala. Él siempre iba de guayabera en inocua sublevación. Y se preguntaba con incomodidad: ¿por qué los directores de la sinfónica no escogían en sus repertorios algo de la vitalidad barroca de Bach o Hendel para avivarlo? ¿Por qué interpretar siempre a esos estirados de Berlioz, Schuman o Brahms que lo hacían bostezar con su languidez presuntuosa?


Y es que, luego del bostezo, venía el irremediable cabezazo y, a continuación, los ronquidos. Su esposa ardía de vergüenza y lo agarraba a indiscretos codazos, a veces le conectaba un pellizco o dos pisotones. Antonio despertaba asustado, con un mareo que de golpe lo desubicaba en medio de un rugido de timbales y la escandalera de los cornos... Y sufría, sufría en la pequeña prisión de la butaca, con las manos y el rostro hormigueándole, con aquella involuntaria fuerza centrípeta que le sorbía los ojos rumbo al cerebelo y le clausuraba los párpados con dos pesas de plomo.


Un domingo de concierto, disuelta la madrugada en su vieja habitación de la casa de Chimalistac, su esposa no despertó. Seguiría dormida para siempre, tal y como él no podría hacerlo ya más.


El velorio y el funeral fluyeron con densidad de glicerina en una hipodérmica.


Esa semana, los hijos estuvieron junto a papá Antonio en períodos breves, escalonados. Sus cuñadas que aullaban de pena y los sobrinos que contaban chisten en los pasillos de Galloso ya habían trazado para el miércoles una frontera de luto y lejanía. Llegado el jueves, Antonio envejeció de golpe y supo que estaba completamente solo, sin poder dormir ni de noche ni de día pues lo acosaban el peso húmedo del silencio, el hueco que había dejado su mujer en la cama, la cocina con sus hornillas heladas. El día viernes llegó vuelto un tsunami de angustia, y para el sábado Antonio vaticinó su pronta muerte.


Pero el domingo ocurrió algo fuera de programa. Sus hijos decidieron hacer una comilona express tanto para consolar sus propios duelos como para acompañar urgentemente a papá, pues temprano en la mañana dos de ellos habían telefoneado con él y, por igual, notaron algo no recomendable. Antonio les dijo que sí, que no se preocupara, ya los alcanzaría en el descampado de siempre en el Ajusco, pero antes tenía un quehacer.


Subió a su Ford 86, tomó por Insurgentes Sur y dobló al Centro Cultural Universitario. Se estacionó en la puerta 3 y bajó: frente a él, por un lado, estaba el senderito al Espacio Escultórico; por el otro, el andador que lo pondría frente a la sala Nezahualcóyotl. Por puro reflejo, palpó una bolsa de su guayabera, encontró su abono y, sin pensarlo, se fue a la sala de conciertos.


Iban a dar la Quinta de Mahler.


Cuando llegó el adagio con su arpa milagrosa, Antonio sintió el fantasma del sopor fluyendo de su cabeza al centro de la nada. El insomnio había bajado la guardia, y, en lugar de bostezar avergonzado y luchar contra los cabezazos, Antonio se acurrucó en la libertad de su butaca y se dejó vencer por el sueño. La música lo arrullaba con dedos suaves, tibios, y en el paisaje onírico se presentó su esposa: lo abrazaba. Él recargó su cabeza en el pecho de senos generosos y durmió como nunca, con el privilegio de ser acompañado por el cobijo de una orquesta filarmónica, como un príncipe recostado en una cama maternal y mágica.


Los aplausos lo despertaron. Antonio sonrió y amó más que nunca a su esposa.


Ahora, todos los domingos, se ve a un buen hombre que va a los conciertos con el único propósito de dormir y soñar con su mujer entre la caricia de los cellos y el oxígeno del oboe.


Antonio jamás volvió a roncar.