miércoles, 20 de abril de 2011

Ensayos de cine / Viaje Redondo





VIAJE REDONDO

armando vega-gil


Allá van ellas, hermosas, inconclusas, vulnerable, rebeldes, débiles, poderosas. Rotas y de una sola pieza. Sabias. Dormidas de tan despiertas en los sueños diurnos de la vida. Son mujeres, mujeres jóvenes, con el futuro brotándoles de los poros incansable, con un pretérito tan reciente que todo parece presente. Allá van en busca del amor, de los restos del amor; del principio siempre renovado, siempre moribundo, inabarcable, inacabable, del amor.


Fernanda y Lucía.


Vienen de mundos distintos, ven sus mundos distinto. Aún así sus diferencias son correspondientes, complementarias, idénticas en su extrañeza; sumadas, equilibran el peso y el paso de las horas y los días. Buscan tesoros distintos, ajenos. No encuentran, no hallan pero buscan... Y se encuentran.


Lucía y Fernanda.


Van solas. Parece que van solas, pero su abandono es apariencia: el azar y lo inevitable giran como un tiovivo en torno de ellas. Planetas. Asteroides. Polvo estelar. Soles. Estrellas en la noche de los desiertos de Coahuila. Sequedad de Cuatro Ciénegas. La gravitación universal de los cuerpos femeninos agrupa los destinos de las que escapan de sí mismas para encontrarse a sí propias y volverse un cuerpo sólido, solidario: son hermanas sin haber emergido del mismo útero, son amigas sin siquiera conocerse.


Pero estoy hablando del final del viaje, del regreso. Y todo viajero, toda viajera parten del reposo y la agitación de lo inmóvil. Todo viaje ve de frente el vacío inquietante de lo posible y de lo que sabemos imposible. Deseamos lo que en la estática de la espera es una pura ensoñación. Ir a allá es comprobar, porque los sueños y los deseos se nos van da las manos, escapan como mariposas de primavera, y Fernanda y Lucía corretean tras sus alas. Y allá vamos, y con ellas saltamos al impostergable, al Viaje redondo.


En el principio, fue la oscuridad abofeteada por la luz intensa del desierto lo que las unió, ciegas. Y en el principio, desconfiadas una de cada cual, no se reconocían aún vueltas otras frente a la otra. Pero el profundo secreto incomprensible de lo femenino se revela en cada choque, en cada piedra del camino. Sí, porque cada acto, cada accidente, cada gota de sangre y cerveza, cada lágrima, cada sonrisa y toda rabia es una señal. El mundo está allí con sus guiños y sus alarmas, y Fernanda y Lucía comienzan la lectura de la vida, sus signos, sus iconos, sus palabras nunca dichas del todo. Las señales.


Y así, después del canto que ahuyenta a los coyotes y a los fantasmas, después de las danzas lúbricas que atrae el hambre corrompida de los galgos y los machos, ellas, Lucía y Fernanda se desnudan cuerpo a cuerpo, y derriban las mentiras que ya no las defienden del mundo como escudos de papel. Allí están, vulnerables, hermosas, irrepetibles. En su desnudez trazan estrellas y sirenas, flores y mares. La ternura es un paso a través de la carne. Y los cuerpos son uno y son dos.


Y esta parte del Viaje redondo termina en el comienzo de un nuevo camino en el jardín de los senderos que se bifurcan. Ellas no se volverán a ver. Ellas se han separado, pero no están rotas ni solas: se tienen de aquí a la eternidad. Se llevan los recuerdos en las maletas que hacemos antes de cada Viaje redondo. Lucía y Fernanda. Fernanda y Lucía. Van de nuevo en el camino, tras el amor que siempre termina y comienza en el eterno retorno.


Viaje redondo (México, 2009). Dir. Gerado Tort. Con Cassandra Ciangherotti y Teresa Ruiz.

lunes, 4 de abril de 2011

Ensayos de cine/Anticristo




ANTICRISTO

armando vega-gil


El tiempo no es un continuum suave, inalterable y elegante que atraviesa y eviscera la materia y la Historia para transformarla en un crecimiento multilineal que no es creación ni destrucción sino permanencia cósmica. No. El tiempo no es un flujo ininterrumpido de instantes que avanzan uniformes y a velocidad constante en un movimiento de expansión abierta través del espacio, como un abanico de luz que existe por sí misma en una lluvia de partículas sin conciencia de sí. No.


El tiempo es una violencia que revienta como olas apabullantes en los diques de la percepción humana y nos empapa irremediablemente con sus lágrimas sangrientas, de espuma o sal, sin perdón o redención. Sí. El tiempo es un tableteo de partículas incontrolables que se fracturan contra nosotros como los huesos de un niño que cae por una ventana y se aplasta contra el rostro duro de una banqueta contundente cubierta de nieve, nieve que cae (¿o flota?) en intervalos que vuelven sobre sí mismos, que se detienen en vacíos de terror con una lentitud densa y monocromática. Sí.


Slow motion.


Tiempo diegético que se bifurca en caminos que a su vez se bifurcan en sus propias intimidades paralelas, en el agua vaporosa que cae lento muy lento sobre los cuerpos de los amantes, del marido y la esposa que se devoran ajenos a la desgracia monstruosa de la muerte inevitable en un tiempo diferente y distante, segundos autónomos al de Ella, la mujer que grita en el cataclismo de su propio y aislado orgasmo. Tiempo viviseccionado en los ojos —ojos que no miran los minutos y las horas y los siglos— de Él, del hombre que se observa en el azulejo de la ducha de los cuerpos desnudos, cada cual a su propio ritmo irregular, polirritmia, polifonía, cada cual atento a sus transcursos ajenos y simultáneos.


Time lapse.


Tiempo elipsis tasajeado y vuelto a unir en la pedacería irregular de los símbolos que libran al relato de la vida de esos momentos muertos, de los intervalos de inacción que nos acompañan como rémoras de nada, huecos que se llenan con la médula de la tragedia o la maravilla de El Suceso en su esencia radical.


De pronto nada ocurre, todo es repetición vacua y el tiempo se elonga con una perversidad que es más bien la acumulación de una fuerza cinética que tarde o temprano reventará a toda furia. Y un segundo se vuelve eterno, y todo, todo ocurre en esa cápsula instantánea: los vectores de la desgracia y el milagro confluyen, y la liga suelta el chicotazo, y ya nada detiene los acontecimientos y todo ocurre, y el relato de los acontecimientos hace que un siglo, que la Historia de la Humanidad se comprima en un segundo. Tiempo real, tiempo diegético, tiempo elipsis.


En su monstruosa y alucinate película, Anticristo, Lars Von Trier vuelve el devenir de El Invencible, de El Incurable, una batalla tensa entre lo inminente y lo irreversible, de lo que está apunto de ser —en un avance del tiempo lleno de veladuras y revelaciones— versus lo que estuvo anclado en el secreto de una mirada corrompida en un viaje de maldad inexorable. El Ser y el Estar se congestionan en un sólo verbo multitonal: to be. El pasado se vuelve presente y el futuro transverbera en un éxtasis que regresa al pasado sin haber sucedido. La memoria y el presagio son los relojes rotos del ser humano, y ese tiempo enloquecido sin Edén es el Anticristo.


Anticristo (Dinamarca, Alemania, Francia, 2009.) Dir. Lars Von Trier. Con Willem Dafoe y Charlotte Gainsbourg.