jueves, 26 de mayo de 2011

Ensayos de cine/Verano de Goliat





VERANO DE GOLIAT

armando vega-gil



El mundo está allí, frente a nosotros, pero también detrás, arriba y a ambos lados. Está adentro y afuera.


Your inside is out and your outside is in.


Y la cámara gira, sube y baja; corre o se detiene. Entra a las casas, sale a los densos setos de las arboledas de Morelos, danza en el baile cumbianchero, se eleva sobre los riachuelos que salpican el rostro de un joven al que todos llama Goliat, porque los niños todos, y sus hermanos y los vecinos creen que él mató a su novia. ¿Mataste a tu novia? No, yo no la maté. Pero eso no importa. No. La cámara viaja, está montada en los lomos del Verano de Goliat y enfoca y desenfoca (¿qué es lo que hacen los personajes?, ¿golpean a alguien?, ¿despedazan una maleta?), nos aleja y nos acerca de/a los objetos y las personas vueltas personajes con los artificios de la información digitalizada y los mecanismos de la óptica, ¡zoom in, zoom out!, grita Jodorowsky en un rompimiento brechtiano para advertirnos y/o recordarnos que lo que estamos viendo es una película, un filme que es en sí un objeto, una cosa con densidad existencial, objetiva por más subjetiva que sea desde los ángulos del arte y su concreción.


El cine.


Y la cámara abre su iris y deja entrar más o menos luz, vela y desvela, y su obturador se acelera o se aletarga, y sigue de frente a los actores que de pronto son personajes y de pronto son ellos mismos, Teresa y Gabino, y los sigue también por la espalda en un viaje hacia ningún lado porque todos van en el Verano de Goliat sin rumbo, sin meta. Sólo viajan, no preguntes hacia dónde, ve con ellos.


Y estallan los colores en una saturación más real que la propia irrealidad o se deslavan en una paleta monocroma que arropa a todo con una sensación de anacronía, de un reportaje periodístico donde la realidad es más irreal que la propia verdad. Es el cine ojo. Dziga Vertov. Es el cine. El mundo como imágenes en movimiento. Pero también como recuerdo, como un ensueño, está en la palabra, en el gesto de los que habitan el mundo, de los que lo habitaban, de quienes nos pasearemos por sus parajes sin movernos de la butaca o del sillón, los que lo contemplamos a través del ojo de la cámara que es el ojo del fotógrafo. Nosotros, los espectadores que entramos a la sala cinematográfica o nos tiramos en la alfombra del hogar y esperamos a que la luz se auto devore en un black out teatral o se caliente la pantalla.


El mundo trasladado, multiplicado en escenas entrecortadas y unidas por la visión de un montajista traductor, autor. Traduttore, traditore.


El mundo está allí para retratarlo, para registrarlo, para ordenarlo y deconstruirlo. ¿Qué otra cosa es la que hace el cineasta para nosotros que aguardamos las revelaciones que él mismo ha tenido de esa porción de la realidad que ha decidido explorar?

El cine como proceso.


Un viaje. El Verano de Goliat, que es el viaje de Teresa-actriz a través de Teresa-personaje en un duelo de abandono, como abandono es el latido trémulo de este mundo. El Verano de Goliat, que es el viaje de Gabino-actor vuelto un otro bajo la lectura de Nicolás Pereda, el artesano que se evidencia como una decisión detrás de la cámara en un viaje a la aventura del arte.



Verano de Goliat (México, 2010) Dir. Nicolás Pereda. Con Teresa Sánchez y Gabino Rodríguez.

miércoles, 4 de mayo de 2011

Ensayos de cine / Rehje




REHEJE

armando vega-gil


En mi tierra, la tierra mazahua, el hambre nos persigue como un perro.


Nos muerde esa hambre amarilla los talones, las gargantas y las tripas que ladran y se tuercen de tan deshabitadas. En mi tierra engañamos la barriga y las entendederas con una tortilla con sal, moliendo los dientes-granos de las mazorcas negras y blancas y doradas para hacer la pulpa feliz de la masa y no morir de tristeza, porque aquí aunque sea un rinconcito, una tortilla con sal, pero, ¿cómo comer esos disco cotidianos que se ampollan en el comal si los dientes-granos de mis encías estarán tarde o temprano ausentes, como ausentes están mis hijos que se han ido para siempre, esos hijos que —porque así lo marca la vida y sus navajas— no tienen más recuerdos de mí que los de un pasado del que se huye y se huye hasta que la amnesia los olvida a ellos mismos.


En mi tierra la soledad nos persigue como un perro.


Y una a una las mujeres de mi tierra, solas, muy solas, pero acompañadas en nuestras horas y sus quehaceres, vueltas flacas tribus reencontradas, familia remendada, adentradas en el abandono como el final sin opción de nuestra vida, nos miramos a los ojos con un llanto que viene de muy adentro, de muy atrás, desde los tiempos de nuestras abuelas, tan adentro y tan afuera como los golpes de los hombres brutales que nos raptan y nos hacen suyas sin permiso de nadie, ni de nosotras mismas.


En nuestra tierra los hombres nos persiguen como perros.


Pero al final ellos se van, ya que nos han devorado la vida entera, ya que nos han husmeado las entrañas y llenado de hijos, mudan su estancia, y dejan este llano moribundo porque no hay futuro, porque nadie quiere vivir solo en su pasado. O se mueren o se largan porque no hay trabajo, porque no hay comida, porque aquí no hay agua.


En mi tierra el viento, la sed, la sequía nos persiguen como una jauría de perros.


Entonces nosotras, las mujeres supervivientes, también dejamos esta tierra hermosa de tan triste y nos dejamos devorar por el monstruo de la ciudad. Dejamos que nuestro color de piel se vuelva ceniza de concreto. Nosotras, las mujeres mazahuas, las que no bajamos la vista por más les afrente nuestra lengua y nuestros vestidos, por más nos nieguen, porque aquí estamos, solas, más solas que en la soledad de nuestra tierra, porque aquí nadie te conoce, aquí nadie te saluda como en nuestra tierra: si un día te mueres, nadie vendrá por tu cuerpo, nadie te echará de menos. Pero, ¿qué otro remedio tengo si lo que hago aquí, trabajar y sobrevivir, es lo que jamás haré en mi tierra? Entonces me echo a llorar, porque en las banquetas y en los andenes metálicos del Metro no se elevarán jamás esos tres árboles poderosos de mi infancia, allí donde iba a columpiarme en mi faja y mi rebozo, que de tan contenta los olvidaba, y los olvidaba porque sabía que mi padre los recogería por mí; porque él era un buen hombre, y reía y contaba historias que nadie creía. Estás borracho, padre, decíamos, y sí, estaba borracho y así hubo de morir. Por eso mi hermana huyó, por eso fui tras ella para ayudarla con sus hijos que florecían como ciegos frutos de ciudad y que, finalmente se irían de casa, porque en mi tierra (que es el recuerdo de mi patria sedienta en esta urbe hostil y vengativa) todos se van, incluida yo, que ya no puedo regresar con mi madre y mi tía, porque no hay futuro ni presente en la tierra mazahua, y hay que ir al cerro a podar los árboles para hacer del fuego una ramal retorcido, andando por esos caminos inmensos como los recuerdos que se deslizan por los surcos desnudos, por los ríos desangrados por las presas y las grandes ciudades que sitian este paraíso de tolvaneras que es mi tierra, esas ciudades en que me dejo devorar para no poder regresar más que en suspiros a mi tierra.


En mi tierra, los sueños nos persiguen como perros, y nosotras perseguimos esos sueños sin alcanzarlos jamás.

Rehje (México, 2009). Dir. Anaïs Huerta y Raúl Cuesta. Documental.