sábado, 15 de enero de 2011

La Red Social/Ensayos sobre cine/






LA RED SOCIAL

armando vega-gil



Sí, sí, y nos lo han dicho hasta el cansancio: las grandes empresas del hombre (con H mayúscula), las que llegan al éxito absoluto (o relativo, faltaba más) son resultado de un trabajo enorme, de una concentración obsesiva, esfuerzo desmesurado y sostenido, tenacidad, sacrificio (¡ojo con esto!) y demás presiones estresantes.


Ajá, sí. Esto nos lo enjaretan en sus diatribas los viejos lobos burgueses (que quieren que trabajemos como burros y a bajísimos salarios para ellos), los profesores (que nos torturan con inútiles tareas para hacer en casa, tareas de las que mañana no recordaremos ni una pizca o algoritmo), nos lo han dicho los abuelos (que no quieren vernos fracasados, ¡ingenuos!), los entrenadores (que mueren de ganas de viajar con nosotros por el mundo olímpico y chance hasta meternos mano) y los diáconos de la calidad total y la superación personal (que llenan auditorios nacionales y sugieren desmesuras antinatura como la de que «para lograr nuestras metas, hay que dar el cien por ciento más uno»). Tanto lo hemos escuchado que ya hasta lo asumimos y repetimos bajo una frágil convicción: se triunfa sólo echándole ganas, echándole los kilos (diríamos en tono más casero). Okey, pero, ¿por qué llamarle empresa a cualquier objetivo o quehacer humano, aunque se trate de una revolución, el ascenso a la cumbre del Chimborazo, o la composición de una rola subversiva? Ah, porque siempre se espera que, como toda empresa (en el sentido economicista), sea una fuente, no de sostén monetario, sino de riqueza: si ganamos en los cien metros planos, es para tener patrocinios y ser lanzados de jefe delegacional; si se triunfa en la revolución, es para que el Poder lo ocupen otros nuevos pérfidos que se enriquecerán a las siempre derrotadas costillas de las masas, de los losers.


Hasta en las acciones más anarquistas, se esperan cosechas de euros, dólares o pinches pesos (recuerden Napster y Last.fm). Y los anarquistas se vuelven burgueses, y los socialistas se visten de Adidas, y el neoliberalismo sigue tan campante, reproduciéndose ad infinitum, tan auto suficiente que casi no importa quien sea el que gane: siempre debe haber un recaudador de ganancias y, en sentido contrario, un ejército de perdedores.


En su estupenda y compleja película, La red social, David Fincher nos presenta la biografía de un resentido amoroso, un incapacitado para mantener relaciones humanas en estado silvestre, un hácker que por puro deporte, sin otro interés que reconciliarse con una ex que le ha partido el corazón, se lanza a un esfuerzo concentrado y enfermizo por crear uno de los portales internéticos más apabullantes de la historia reciente (qué otra), el Facebook, un espacio de encuentro personal masificado, de intimidad pública, una ventana de prestigio artificial, de felicidad perpetua (con sus acentos dramáticos de divulgación y quema de brujas). Mark Zuckerberg, el antihéroe de esta historia, crea Facebook para aliviar su propia soledad y por efecto dominó, la de 500 millones de pelagatos. Pero en su esfuerzo genial y genuino, hay un germen capitalista, y cuando éste se aviva, la diversión muta a empresa. Y vuelve ya no el viejo burgués, sino el jovencísimo, y nos repite la cantaleta: para madurar el camino, hay que estar dispuesto al sacrificio. Pero no el personal, no el que implica estar 18 horas pegado a una pantalla de computadora —que esa no es penuria sino clavadez—, sin comer ni orinar, sino el sacrificio de los que te rodean: matar el bellocino de oro para deleite del malvado Dios de la economía. Porque —y esto no nos lo explican directamente, sino en una periferia que podría autocensurarse, sólo de palabra, en una visión maniquea y cristiana— para lograr el objetivo capitalista, junto al trabajo entregado, hay que pisar gente, hay que robar, traicionar, escamotear, manipular.


¿Será que no hay fortuna sin que esté manchada de mierda?


La red social (EU, 2010). Dir, David Fincher. Con Jesse Eisenberg, Andrew Garfield y Justin Timberlake.

sábado, 8 de enero de 2011

Permanencia Involuntaria//Ensayos de cine//La Cinta Blanca



LA CINTA BLANCA

armando vega-gil


El mundo siempre —¡siempre el mundo!— está a punto de derrumbarse, a un paso de caer sobre sí mismo para exhibir la podredumbre sus vísceras hipertrofiadas, sus huesos blancos pegados entre sí por el cemento anquilosado de la moral y el temor a Dios y el Estado, las babas tejuminosas La Sagrada Familia con sus jerarquía castrantes e incestuosas, las escuelas que en su voluntaria ignorancia estatal y religiosa preparan a unos niños a ser explotadores y a otros ser explotados, y el poder de la opresión económica: los amos y los peones, los ricos y los desposeídos. Todas esas instituciones que se fortalecen a sangre y bofetadas para mantener en pie y buen funcionamiento a nuestra sociedad no son sino la revelación de su monstruosidad, y en ellas está el germen de su cataclismo... aunque nunca termina de caer.


Mussolini decía que la familia era la base de la sociedad fascista, y tenía razón: en ella aprendemos a ser vigilados, a ser castigados, a aceptar los modos de la servidumbre y la obediencia. La religión y su papel de religar no a los hombres con Dios sino con el aparato ideológico (¿el ogro filantrópico vestido de sotana?) es una férula asfixiante que trata de mantener derecha la rama que crece torcida a pesar de sus plegarias, santos y esfuerzos catequizadores..., o no a pesar de ella, sino a causa de sí misma. Foucault ya ha exhibido el papel de la ortopedia social que trata de ajustar el corpus social a sus designios y planes con corsés de hierros, zapatos ajustados hasta el grito como si la comunidad fuera el cuerpo de un muchachito con pie plano.


Pero, ¡el mundo se está derrumbando!, gritan los diáconos y los magistrados cuando los acontecimientos se les van de las manos y exacerban la ortopedia social, la vigilancia y el castigo, aún cuando ellos mismos son quienes deberían llevar enciam sus prótesis jurídico morales porque en el mundo de las representaciones —en el que ejercen su poder avasallador— acusan, señalan, martirizan a los rebeldes, meten a la cárcel a los desviados y al manicomio a los inmorales, cuando la realidad es que en sus casas los médicos violan a sus hijas y los grandes moralistas vuelven a sus hijos futuros asesinos seriales y los atan de las manos para que no se masturben y los azotan por la espalda para que regresen al mundo de la inocencia y la pureza, ese estado de humillación que implica que el padre te amarre en el cabello o un brazo La cinta blanca para hacerte recordar que debes ser temeroso de Dios y te portes como niñito bueno y te calles el hocico cuando no se te esté permitido hablar.


En su estupenda y meticulosa película, La cinta blanca, Michael Haneke nos muestra cómo la moral, al volverse más asfixiante y puntillosa, con sus ritos cerrados por el cerco del fanatismo, no hace sino disparar los malestares de una comunidad que cree vivir bajo la bendición de Dios y el Archiduque, pero que está edificada sobre el miedo, el cual se contagia a sus hijos volviéndolos seres malvados.


A mayor moral pública, mayor perversidad privada.


Así, las sociedades que ven en su existencia un Apocalipsis perpetuo, con sus ritos estrictos, sus manuales de buenas costumbres y sus discursos amenazantes, tratan de camuflar y contener la pus que brota de sus pústulas y heridas. Pero el mundo no termina de caer del todo, a pesar de la guerra, a pesar de la indagación de la verdad, pues la verdad no es absoluta en manos de los doctores que nos enderezan la espalda, en manos de los sacerdotes que se envenenan escuchando nuestros pecados en confesiones malsana, de los dueños de la tierra que nos dan una botella de cerveza para que caigamos al suelo mientras ellos siguen parados sobre nosotros.

La cinta blanca (Francia, Alemania, Italia, Austria, 2009). Dir. Michale Haneke. Con Ulrich Tukur, Susanne Lothar y Christian Friedel.