lunes, 14 de marzo de 2011

Ensayos de cine/El gran Concierto/Permanencia Involuntaria






EL GRAN CONCIERTO

armando vega-gil


Para los diletantes, para los que somos puramente testigos asombrados de los sucesos artísticos, espectadores contemplativos, por lo general inmóviles, de las obras de arte terminadas o en proceso de concreción ante nuestros sentidos, nos es más fácil llegar a un estado de éxtasis provocado por la cosa que a sus propios creadores. La belleza como estado emocional inducido por ésta, el asco o terror que la cosa artística nos provoca, están sin duda en relación directa a su conformación interna, su apariencia concordante con el trasfondo, calidad, eficacia, originalidad, rigor, continuidad o ruptura con lo que le precede. Sí, pero hay un inasible, un chispazo inexplicable e irracional que nos atraviesa el corazón y el entendimiento y nos lanza de cabeza a un mareo de gozo o dolor, que conecta con un recuerdo o una esperanza, con un deseo vivo o muerto, y que tienen que ver con las profundidades espirituales, intelectuales y físicas del artista, que lo desnudan ante nosotros o lo ocultan cuidadosamente, pero que durante la creación de la cosa se van alejando de la emoción catártica que la animó. Un pintor puede estar semanas, meses o segundos sobando con sus pinceles su obra, concentrado en un proceso puramente técnico, repetitivo, ajeno a emoción alguna: limpia sus espátulas, traza proyecciones de perspectivas, distribuye la composición en regiones áureas con regletas, mezcla pigmentos. Chagal, luego de un largo trabajo frente al lienzo, termina Los amantes de la Torre Eiffel, satisfecho, cansado, con los dedos llenos de óleo, lo cuelga en un muro y, cuando los espectadores lo vemos, nos echamos a llorar o desfallecemos como en el síndrome de Stendhal, sin saber bien a bien qué fibras nos tañe.


Cuando Tchaikovski escribió su Concierto para violín y orquesta en Re mayor, debió trazar un esquema melódico y armónico preciso, ajustado a un modelo académico de alto rigor formal, para luego hacer una orquestación minuciosa donde aplicaba sus conocimientos musicales en un desarrollo prácticamente científico. Cuando compuso el concierto, la paz que le provocaban los paisajes suizos se mezclaban con el recuerdo del folclor ruso en su exilio sentimental en una yuxtaposición de abrumadora exigencia técnica para el violín. Su emoción debía volverse una acción intelectual para posibilitar su eficiencia artística, y al uno por ciento de su inspiración se le debió tratar con un noventa y nueve por ciento de trabajo arduo. El éxtasis se disuelve en la disciplina.


Y, más aún, el violinista que la interpretará debe estar horas y horas frente a su partitura (particella) descifrando el laberinto de notas, fusas y semifusas, encontrando la digitación y movimientos de arco más eficientes, repasando una y otra vez los pasajes más complicados hasta que todo se vuelve una rutina. De nuevo el éxtasis se disuelve en la rutina.


Pero, de pronto, ocurre el milagro. Durante el concierto, la orquesta entera deja su postura de chambismo burocrático y se mueve como un solo ente sensible, el director entra en trance y conecta por misteriosos vasos con el solista, quien, por su propio camino, llega la pasión y el arrebato. Como en el arte zen, luego del arduo entrenamiento que lleva a la perfección interpretativa, los artistas ponen la mente en blanco y se dejan llevar por la cosa, si esto se logra, el espectador llega al nirvana junto con el artista y se completa el círculo: la rutina se disuelve en el éxtasis.


Este estado de gracia lo podemos vivir y desentrañar en el maravilloso filme El gran concierto, en medio de un alrevesado relato fílmico que concluye en la explicación profunda de un suceso artístico y que nos hace partícipes de lo que es entrañable, significativo, sanador para los personajes. Cada cual tiene una historia y una víscera que son activadas por la tierna furia del concierto para violín de Tchaikovsky en una comunión de la belleza trágica y la eficacia de la cosa que, en este caso, es una película inolvidable.


El gran concierto (Francia, Italia, Bélgica, Rumanía, 2010). Dir. Radu Mihaileanu. Con Alexeï Guskov, Dimitry Nazarov y Mélanie Laurent.

1 comentario:

  1. Una excelente película!!!

    Que ví gracias a las descargas en internet, porque acá a este mi pueblo el buen cine nomás no llega...

    Saludos y te dejo la dirección de mi blog por si quieres darte un rol http://drkalavera.blogspot.com/

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